Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?».
Este es el inicio del discurso que dio el escritor David Foster Wallace en una ceremonia de graduación en Estados Unidos. Cuando lo escuché pensé: ¡ahá!¡Eso es la supervisión entre profesionales! hablarle a otro profesional sobre un caso con el que estás trabajando con el fin de que ese profesional pueda ver algo que tú no ves. Puede ser algo tan evidente como el agua en la escena de los peces, pero es algo que tú no estás pudiendo ver y que es importante.
Este texto trata precisamente de esto, de qué es la supervisión entre profesionales; una de las claves del trabajo que realizamos.
Entonces, la pregunta detrás de quien supervisa siempre es: ¿qué no estoy pudiendo ver de este caso en concreto? Y no se trata de que un pez sea más viejo que el otro, no es la experiencia, o no solo es la experiencia. La formación tiene algo que ver, pero tampoco es eso todo. Desde la subjetividad de cada uno, siempre hay algo que no se va a poder ver y se trata de eso. Pero para llegar a una supervisión tiene que caber la duda. Si uno cree que lo sabe todo, no puede supervisar. Las certezas son enemigas de una buena intervención.
Ya de entrada, nuestro trabajo es complejo, no podemos dar por hecho lo que el otro ha querido decir, mucho menos podemos ponerle por encima diagnósticos, etiquetas o teorías sobre su comportamiento que nos impiden ver lo que hay de propio en ese sujeto. No somos adivinos, tenemos que preguntar qué han querido decir, por qué lloran cuando lloran, por qué ríen cuando ríen y por qué se enfadan cuando se enfadan. Si damos por hecho por qué lo hacen, ahí estamos incurriendo en el primer error.
Siempre digo que la empatía, en el mejor de los casos, no existe, y, en el peor, te puede llevar a cometer un error grave en una profesión como la nuestra. El motivo es sencillo; no puedes esperar que el otro reaccione como lo harías tú ante un evento, sus motivaciones, pensamientos y emociones son otros y ya es suficientemente confuso el lenguaje como para prescindir de él. Por eso, la frase más oída en una consulta de psicología es: “te escucho”, y la que muy rara vez se debe oír es: “sé cómo te sientes”.
Más aún en la población con la que trabajamos. Se trata de una población que diverge de otros niños y niñas en cuando a vivencias personales, historia familiar, relaciones maternofiliales… Siempre debemos ser cautos porque no sabemos con qué estamos tratando. De entrada, puede ser un problema de salud mental grave que nunca ha sido diagnosticado, puede ser un maltrato mucho más severo de lo que aparece en los informes, puede ser un abuso de un orden muy diferente al que se ha podido constatar. No tenemos ni idea, pero llegan a nuestros recursos porque algo ha sucedido y no debemos desestimar lo que el sujeto ya trae construido y que le ha ayudado a caminar hasta aquí.
¿Y qué cosas han podido construir? Pues algunas durísimas y muy difíciles de soportar. Algunos chicos y chicas se dirigen a nosotros desde el reto y la confrontación, nos esperan en el rechazo o en la negación; se hacen echar o provocan la ira del adulto y quizá son muy buenos haciendo esto. O parece que saben encontrar lo que nos hace daño como sujetos para provocar una reacción en nosotros. Algunos, simplemente, no se pueden aguantar en su exceso de actividad y acabarán rompiendo algo, tirándonos algo, llamándonos algo, porque no saben hacer otra cosa. Otros tienen lo que se conoce como conductas internalizantes; se hacen cortes o hacen intentos autolíticos. Nuestro trabajo es difícil.
En la formación como terapeutas sabemos que tenemos que poner el cuerpo en el trabajo que hacemos, pero también sabemos que el lugar que ocupamos no lo hacemos en calidad de sujeto; nuestro lugar es un lugar de vacío, de manera que es difícil que puedan provocar una confrontación de uno contra uno, porque estamos ahí instalados en cuanto analistas de lo que ese chico o chica esté desplegando; nunca como un igual. Estamos para acompañarles, dando silencio y tiempo a los menores para que produzcan algo suyo, en lugar de taponar con charlas, soluciones rápidas o respuestas prematuras lo que el sujeto pueda llegar a construir. Pero esto no siempre es fácil de sostener y no se aprende a hacerlo en la carrera. La profesión del psicólogo implica tres cosas: formación continua, análisis personal y supervisión. No se puede prescindir de ninguna de ellas.
Para poder atender en el caso por caso, tenemos que poder evaluar y tratar a cada chico y chica en particular y para saber quién es, qué le ha pasado y qué ha construido con lo que le ha sucedido hace falta tiempo y mucha atención. Es necesaria también la coordinación con otros profesionales que le conocen en su día a día, como sus educadores y educadoras, u otros profesionales que pueden verle desde otra óptica, como son los psiquiatras o sus profesores. Es, por tanto, imprescindible el trabajo en red.
Y en esta coordinación en red, es fundamental respetar el trabajo de los demás, respetar la labor que desarrollan. Cuando hay un tratamiento psicológico en marcha, hay, además de una evaluación por parte del psicólogo, una línea de trabajo que se está llevando a cabo y es importante tener en cuenta lo que ese psicólogo pueda decir en cuanto a solicitar para el menor una familia de acogida, un centro específico o un cambio de centro. De la misma manera que cuando realizamos entrevistas de seguimiento o de coordinación, lo que buscamos es conocer la opinión del resto de profesionales.
Como asociación llevamos 17 años evaluando y tratando psicológicamente a chicos y chicas que viven en acogimiento residencial. Quienes llevaban más años trabajando hicieron un proceso de acompañamiento con los nuevos, este proceso es imprescindible para que se pueda hacer el trabajo que hacemos; hay algo de enseñar un saber hacer, pero también de acompañar en el proceso para que cada uno pueda poner lo suyo propio y que eso sume.
También, hacemos lo que llamamos sesiones clínicas, reuniones con periodicidad mensual en las que nos juntamos todo el equipo para hacer una supervisión entre pares; discutiendo algún caso que nos ocupa porque entraña alguna dificultad.
De puertas afuera, tenemos el Programa de Apoyo a Residencias que tiene el mismo funcionamiento, pero con el equipo de una residencia. A petición de esta, se planifican una serie de encuentros para trabajar sobre los casos que les hacen más pregunta. Nuestra experiencia ha demostrado que generar ese espacio de encuentro, simplemente eso, permite ver al niño de otra manera. Reflexionar con tranquilidad y en común sobre lo más importante de ese niño en particular, escapando de rutinas o de lugares comunes que no facilitan una visión del caso.
Para terminar esta breve reflexión, me quedaría satisfecha con que os llevaseis esa imagen de los peces que desconocen lo que es el agua, sabiendo que lo relevante no es que unos sean jóvenes y otros sean viejos, que unos tengan una profesión o tengan otra, sino que ha habido lugar para la duda, que se desplazan las certezas, se pone en valor la mirada del otro, de los otros y eso permite ver al chico que tenemos delante de otra forma.
Al fin y al cabo, el trabajo en equipo tiene que ver con esto: con respetar y dar un valor a lo que trae el otro a la hora de tomar decisiones.